El asesinato de 13 trabajadores mineros en la provincia de Pataz, región La Libertad, no solo ha dejado una profunda herida en las familias afectadas, sino que ha expuesto —una vez más— la total inoperancia del Estado peruano para garantizar la seguridad en las zonas más vulnerables del país. En un escenario teñido de sangre y silencio oficial, la masacre de Pataz no ha provocado la respuesta enérgica que una tragedia de tal magnitud merece.
Desde hace años, la provincia de Pataz ha sido un polvorín: la minería ilegal, los enfrentamientos entre mafias, y la corrupción local han creado un caldo de cultivo para la violencia. Las denuncias eran conocidas, los conflictos estaban mapeados, pero el Estado —Gobierno central, Policía Nacional, Ministerio del Interior— simplemente no actuó. Hoy, trece trabajadores han sido asesinados brutalmente y ni la presidenta Dina Boluarte ni sus ministros se han presentado en la zona para dar la cara.
Un gobierno mudo ante el horror
Más allá de tibias declaraciones y promesas vacías de «investigación», lo que se ha visto desde Lima es indiferencia. Ni una visita oficial, ni una declaratoria de emergencia, ni la presencia sostenida de las fuerzas del orden. Las muertes en Pataz parecen ser tratadas como un asunto local, cuando en realidad revelan un problema estructural de seguridad y presencia estatal.
Los familiares de las víctimas claman justicia, mientras los medios nacionales apenas raspan la superficie del tema. El Ejecutivo parece más ocupado en cálculos políticos que en responder al dolor de trece familias peruanas que han sido golpeadas por el crimen y abandonadas por el Estado.
¿Dónde está el Estado?
La ausencia del Gobierno en este caso no es un hecho aislado: forma parte de un patrón sistemático de abandono a las zonas rurales y a los trabajadores de sectores como la minería. Pataz no es Lima. Y eso, para este Gobierno, parece ser suficiente excusa para mirar a otro lado.
En tiempos donde se habla tanto de “mano dura contra el crimen”, sorprende —o no— que esa dureza nunca llegue a las zonas donde las mafias mineras actúan a sus anchas. La masacre de Pataz debería ser un punto de quiebre, pero con un Gobierno como el actual, lo más probable es que termine siendo una cifra más en la larga lista de crímenes impunes del Perú profundo.
Conclusión
La muerte de 13 trabajadores en Pataz no fue una tragedia inevitable: fue el resultado directo de la desidia, el abandono y la complicidad por omisión del Estado. Mientras no exista una presencia real y sostenida del Gobierno en las regiones, y mientras el poder político siga priorizando el cálculo sobre la vida humana, seguiremos contando muertos.
