El mundo ha despertado hoy con una noticia que marca un hito en la historia contemporánea de la Iglesia Católica: el fallecimiento del Papa Francisco, el primer pontífice latinoamericano y el primero de la orden jesuita en asumir el trono de Pedro, ha conmocionado a creyentes y no creyentes por igual.
Jorge Mario Bergoglio, nacido en Buenos Aires, Argentina, no solo rompió moldes con su elección en 2013, sino que también sacudió los cimientos de una Iglesia anclada en tradiciones milenarias. Su papado estuvo marcado por la humildad, la cercanía con los más necesitados y una insistente llamada a la justicia social. Su estilo pastoral, austero y directo, lo convirtió en una figura moral en un mundo cada vez más dividido.
En un tiempo de crisis global —económica, sanitaria, ambiental y espiritual— Francisco fue una voz firme en defensa de los pobres, los migrantes, la ecología y la paz. Fue un pastor que prefirió las periferias a los palacios, y que nunca tuvo miedo de señalar las incoherencias dentro de su propia Iglesia.
Su muerte no solo deja vacante la sede de Roma, sino también un vacío en el corazón de millones que encontraron en él un líder espiritual con los pies en la tierra. Más allá de los dogmas, Francisco fue un hombre que trató de humanizar la institución, de devolverle al Evangelio su dimensión más viva: la del amor, la compasión y el perdón.
Hoy, la Iglesia Católica queda nuevamente ante el desafío de elegir un sucesor, pero también frente al reto mayor de no perder el impulso renovador que Francisco sembró. En tiempos de confusión y escepticismo, él nos recordó que la fe no es un refugio de perfectos, sino un camino abierto para los heridos, los pobres y los olvidados.
Con su partida, no muere solo un Papa, sino un símbolo de esperanza. El Papa Francisco no será recordado por su poder, sino por su coherencia. Por haberse bajado del trono para caminar junto a su pueblo.
DESCANSE EN PAZ, FRANCISCO.
