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Raptados: la historia olvidada de los niños de la guerra en Perú

Por: Elena Miranda (Ojo Pùblico)

Niñas y niños indígenas que desaparecieron durante la etapa más violenta del conflicto armado interno en Perú terminaron en manos de militares, que los sometieron a servidumbre en sus casas y, en algunos casos, les cambiaron la identidad. Cuatro décadas después, esta investigación de OjoPúblico y Connectas expone la historia olvidada por un país que aún tiene pendiente investigar estos abusos contra menores de edad.

or casi 18 años, Lucio y Claudia Orihuela figuraron en la lista de personas desaparecidas durante el conflicto armado interno en Perú. Los hermanos fueron sacados de su comunidad indígena por miembros de las Fuerzas Armadas en 1986. Al niño, de 10 años, lo crió un enfermero militar, al que hoy sigue llamando “papá”; a la niña, de 13 años, un coronel del Ejército peruano la obligó a ser la ‘nana’ de sus hijas, hasta que ella pudo escapar.

En 2004, Lucio y Claudia se reencontraron con sus padres y hermanos, a quienes creían muertos. Arrastraban una historia de desarraigo familiar y cultural, además de abusos y maltratos. Su madre, Facunda Alanguia, recuperó a dos de sus hijos, pero su sufrimiento persiste. Le falta otro: Benito, desaparecido en la misma época, a los seis años.

La mujer lleva cuatro décadas preguntando por Benito. No pierde la esperanza de encontrarlo vivo, con otra identidad. Sospecha que los militares también se apropiaron de él, pero cree que, como era tan pequeño, no se acuerda de su verdadera familia y no puede buscarla, como sí lo hicieron sus hermanos mayores.

Así como Lucio y Claudia, otros niños quechuahablantes fueron arrancados de comunidades indígenas en Ayacucho, la región que concentra casi la mitad de los muertos y desaparecidos víctimas de los grupos terroristas Sendero Luminoso y Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), de las Fuerzas Armadas y policiales, y de los comités de autodefensa, según el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.

OjoPúblico y Connectas identificaron y reconstruyeron las historias de 11 niñas y niños víctimas de estos raptos. Durante varios años, ellos figuraron en las listas de desaparecidos. En base a sus testimonios, se identificó que el destino de las niñas era el trabajo doméstico no remunerado en viviendas de militares o de civiles que solicitaban este tipo de servidumbre; y el de los niños era la crianza en casas de militares o de civiles tras convencerlos de que los iban a tratar como si fueran sus hijos.

Tal como ocurrió en Argentina, donde militares robaron los bebés de mujeres detenidas y desaparecidas durante la última dictadura, hace cuatro décadas, en Perú miembros de las Fuerzas Armadas se apropiaron de un número indeterminado de niñas y niños de comunidades campesinas ubicadas en las zonas altoandinas y en la selva durante el conflicto armado interno.

Estos casos nunca fueron investigados por la justicia peruana, a pesar de que la desaparición forzada y la esclavitud son considerados crímenes de lesa humanidad, de acuerdo con el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, y no prescriben. Las víctimas, hoy ya adultas, no han obtenido justicia ni reparación. Los responsables viven amparados en el anonimato y la impunidad.

Los testimonios de adultos recogidos para esta investigación aseguran que militares se los llevaron cuando eran niños para criarlos como a sus hijos o para que realicen trabajos domésticos en sus casas y las de sus parientes o conocidos. También los entregaron a otras familias que requerían ayuda con sus cultivos o su ganado.

Los entrevistados han dado nombres y pistas de más niñas y niños que padecieron los mismos horrores, pero cuyo destino desconocen. La mayoría de las víctimas identificadas aquí fueron sacadas de comunidades campesinas ubicadas en Chungui, un distrito de difícil acceso entre la sierra y la selva de Ayacucho, en el sur de Perú.

Tres hermanitos desaparecidos

En 1986, la familia de Facunda Alanguia y Emiliano Orihuela vivía en la comunidad campesina de Oronccoy, en Chungui, Ayacucho. Ante los ataques armados de terroristas, militares y civiles, se refugiaron en el monte, como llamaban a la ceja de selva.

En momentos diferentes, Claudia, de 13 años, y Lucio, de 10 años, fueron detenidos ilegalmente y conducidos por agentes de las Fuerzas Armadas desde el monte hasta la base militar ubicada en la comunidad de Mollebamba, junto con otros menores y adultos. Ninguno de los dos hablaba castellano. Semanas después, los niños fueron sacados de esas instalaciones por miembros del Ejército acantonados allí. Así lo relataron para esta investigación, tal como lo hicieron ante comisionados de la Defensoría del Pueblo, en 2004.

A Lucio se lo llevó un enfermero militar que sirvió en la base de Mollebamba, entre enero y marzo de 1986. El suboficial le ofreció criarlo junto con su familia, que vivía en la ciudad de Puno, a más de 900 kilómetros de distancia, para que no continuara sufriendo el maltrato de algunos uniformados y no fuera un objetivo militar de los terroristas por vivir en el cuartel. El niño aceptó, pues le dijeron que si sus padres estuvieran vivos, ya lo habrían buscado.

Tanto Facunda, la madre, como sus dos hijos reaparecidos dieron su testimonio para este reportaje. “Lucio desapareció cuando fue a recoger yuca en el monte y se encontró con una patrulla del Ejército. A Claudia se la llevaron los militares luego de que nos capturaron y nos llevaron a la base de Mollebamba”, cuenta Facunda.

“Era difícil estar en la base del Ejército porque teníamos que estar escondiéndonos de día. Solo salíamos al mediodía para almorzar. El resto del día estábamos escondidos en el techo de los pabellones, pues estaba prohibido que hubiera niños”, recuerda Lucio.

Ya acogido por la familia del enfermero militar, Lucio fue registrado con otro nombre: Luis Alberto, y con los apellidos del suboficial del Ejército Peruano Víctor David Loayza Meza y su esposa, la profesora Juana Rukoba Nadier Álvarez.

A diferencia de los hijos del militar, a los 13 años, Lucio iba a la escuela de noche y, de día, vendía caramelos en la calle. Eran los días en que la familia se mudó a Lima, entre 1989 y 1992. ¿Por qué trabajaba? “Es que yo no soy hijo. Yo tenía que trabajar porque yo tenía que aportar a la familia”, responde.

Por más que trabajó, Lucio no pudo pagar la universidad. Solo le alcanzó para estudiar la carrera técnica de electricidad. Sus cinco hermanos adoptivos, en cambio, sí accedieron a la educación universitaria. Dos son ingenieros y tres abogados. Cuatro de ellos ocupan altos cargos en el sector público, como Cintia Loayza, actual alcaldesa del distrito limeño de Surquillo por el partido Renovación Popular, que lidera el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga.

A la hermana mayor de Lucio, Claudia, también se la llevó un militar. Pero, en su caso, bajo amenaza de muerte, aprovechando que la habían separado de su madre en la base de Mollebamba. El coronel la obligó a trabajar como niñera de sus dos hijas en su vivienda, ubicada dentro del cuartel Nº 51 Domingo Ayarza, conocido como Los Cabitos, en la ciudad de Huamanga, Ayacucho. Sufrió tantos maltratos que un día decidió escapar.

“Cuando a mí me tomaron de Mollebamba, me llevaron en helicóptero a Ayacucho. Un coronel me llevó. ‘Ustedes que no van conmigo —dijo amenazándonos—, las vamos a matar'», recuerda Claudia, quien contó que el militar y su familia le insistían para que ella sola aprendiera a hablar castellano y la obligaban a trabajar hasta más de las 10 de la noche. Las manos se le agrietaron y le sangraban de tanto lavar ropa. El nombre del oficial que la raptó no se publica aquí a pedido de Claudia, para evitar represalias de él o de su familia.

Claudia y Lucio se reencontraron 18 años después, en 2004. Él tenía otro nombre y una terquedad motivada por los recuerdos de su familia, que lo llevaron a buscar a su hermana y a sus padres con ayuda de la Defensoría del Pueblo. Hoy, Lucio tiene 47 años, vive en Lima y trabaja en el sector de servicios. Claudia tiene 50 años, vive en Arequipa y trabaja en el sector agroindustrial.

El enfermero militar Víctor Loayza Meza, que crió a Lucio, se retiró del Ejército en 2003, después de 22 años de servicio. Consultado para esta investigación, dijo que no podía hablar porque estaba en proceso de rehabilitación de una intervención quirúrgica. «Le agradeceré orientar su investigación con el personaje principal del acontecimiento, Luis Alberto o Lucio, quien es persona mayor, ya no un niño, y, en la actualidad, es un buen ciudadano, con todas sus facultades y derechos vigentes», escribió el exmilitar en un mensaje de texto.

Las niñas: empleadas domésticas

La Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú publicó en su Informe Final, en 2003, que “los niños constituyeron solamente el 12,8% del total de los casos de violaciones a los derechos humanos”, entre los años 1980 y 2000. Registró 2.952 casos de crímenes y violaciones que vulneraron los derechos de los niños y niñas, cometidos por agentes del Estado, miembros de los comités de autodefensa, de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA).

Ante estas cifras, la Comisión consideró que no hubo una política sistemática ni generalizada de terroristas, militares, policías y civiles dirigida a atacar a los menores. No profundizó en las investigaciones de estos casos.

Sin embargo, como parte de su trabajo, los comisionados recogieron historias de ciudadanos que, durante su niñez, en la década del 80 “fueron entregados a diversas familias en calidad de empleados y que continúan buscando a sus familiares”, según señala el Informe Final de la Comisión, publicado en 2003.

Hoy las cifras oficiales revelan que el universo de menores afectados durante las dos décadas de violencia fue mayor al estimado inicialmente por la Comisión de la Verdad y las autoridades del gobierno: 47.767 niñas, niños y adolescentes figuran en el Registro Único de Víctimas de la Violencia ocurrida entre mayo de 1980 y noviembre de 2000. Esta lista fue creada en 2005 y está a cargo del Consejo de Reparaciones del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.

Los menores figuran como afectados por “fallecimientos”, desapariciones forzadas, violación sexual, secuestro, detenciones arbitrarias, tortura, entre otras violaciones a los derechos humanos. Ellos mismos se inscribieron en el registro al convertirse en adultos o fueron anotados por sus familiares, en el caso de los que no sobrevivieron o cuyo paradero aún se desconoce.

A estas cifras se suma el registro de 47.716 huérfanos de 0 a 17 años que dejó el conflicto, según información proporcionada por el Ministerio de Justicia para esta investigación. Parte de ellos también están inscritos en el Registro Único de Víctimas. Sus padres fueron asesinados o desaparecidos por terroristas, agentes de las Fuerzas Armadas y policiales o civiles que integraban comités de autodefensa.

El Informe Final de la Comisión de la Verdad se refiere particularmente a la situación de los niños en Chungui y señala que, una vez “recuperados” por los agentes del Ejército, eran ofrecidos y repartidos a las familias del distrito. “En algunos lugares se ejerció, a partir de allí, un tráfico de niños que fueron usados como servidumbre”, indica el documento

Un testimonio que figura en ese informe, brindado por una mujer, señala: “Cuando llegué aquí, a la base de Chungui, me sacó la señora Emilia. Es que cuando estábamos en la base ofrecían a los pobladores quién quería llevarse a uno de nosotros”. Una declaración similar de otra mujer refuerza esta versión sobre cómo actuaron los miembros del Ejército con los menores: «Los militares habían dicho que en la base había varios niños y que si querían, podían sacarnos (…). Me sacó para que pudiera ayudarle en su trabajo».

Durante más de 20 años, la socióloga Sofía Macher, exsecretaria ejecutiva de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (que reúne a varias organizaciones no gubernamentales) y exmiembro de la Comisión de la Verdad, ha insistido en que fue una práctica común que los militares se llevaran a niñas a sus casas como empleadas domésticas y que numerosos huérfanos fueron arrancados de sus comunidades bajo esta modalidad.

“Hemos ido encontrando testimonios de chicas y niños que terminaron en el cuartel y, una vez allí, los militares los distribuían entre sus familiares. Se los traían para Lima y los repartían en las casas. Y no hay un registro de eso”, afirma la excomisionada a OjoPúblico y Connectas.

Macher recuerda una conversación que tuvo con un jefe militar de una zona declarada en emergencia, a quien le preguntó por qué se llevaban a las niñas como empleadas, sin ningún tipo de documentación ni registro. Su respuesta fue que lo hacían para “salvarlas”, porque corrían más peligro en los cuarteles.

La historia de Silvia Flores Zevallos fue rescatada del olvido por la excomisionada, quien fue una de las editoras de un libro, publicado en 2023 por el Ministerio de Cultura, con ocasión de los 20 años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad. En 2002, Silvia dio su testimonio en una audiencia pública organizada por esta comisión pero, como habló en quechua, su denuncia pasó casi inadvertida.

Hoy, Silvia vive en las afueras de Lima. OjoPúblico y Connectas dialogaron con ella. Contó que cuando tenía nueve años, en 1984, fue detenida por militares junto con su hermana Celestina en la comunidad campesina de Chapi, en Chungui. Ambas fueron llevadas en un helicóptero a una base militar cercana, al igual que otras niñas indígenas separadas de sus padres tras operativos realizados por el Ejército o que quedaron huérfanas porque sus familias fueron asesinadas.

“En el cuartel de Ayacucho vivíamos en un cuarto. No sé cuánto tiempo [estuvimos]. De ahí me sacaron para una casa. Éramos tres niñas que nos llevaron a una casa particular. De ahí, una en una, nos hicieron desaparecer. Yo fui la última. Militares venían y nos llevaban”, relata Silvia.

Días después, un comandante del Ejército, cuyo nombre no recuerda, la subió a un avión y la llevó a Lima para que atendiera a su madre. La anciana obligaba a la niña a dormir con los perros en un patio de su acomodada vivienda y la culpaba de que su hijo tuviera que trabajar lejos. También la amenazaba de muerte y no la dejaba salir de la casa. “Me pegaba duro. Nunca me llamó por mi nombre. Solo decía que yo era una ‘terruquita’”, rememora, en referencia al término con el que los militares llamaban despectivamente a los terroristas.

Silvia recuerda que, un día, cuando tenía 12 años, la mujer la empujó desde el segundo piso de la vivienda y, al caer, se dislocó la cadera. En la entrevista para este reportaje dio detalles sobre este incidente que no pudo contar en su breve participación en la audiencia de la Comisión de la Verdad, donde no precisó los motivos de su caída.

Al escuchar su llanto y sus gritos de dolor, un joven que vivía en una casa vecina deslizó una escalera hasta el patio y la rescató. La dejó en un hospital como una persona NN, donde la intervinieron quirúrgicamente y la sometieron a rehabilitación por casi un año. Al salir del hospital, Silvia fue adoptada por una familia que le dio una nueva identidad, pues ella nunca les reveló su nombre y apellidos, temerosa de que el militar la ubicara.

Cuando fue mayor de edad, en 1996, volvió a Ayacucho y, luego, a Chungui, donde se reencontró con su madre, Candelaria, y sus hermanos. Su desaparición se había sumado al dolor de la familia por el asesinato de sus hermanos Valerio y Saturno, de su abuela materna, de su abuelo juez, y de la violación sexual y embarazo de su hermana Celestina, crímenes atribuidos a policías, militares y ronderos.

“Les dijeron a mis familiares que los militares me aventaron del helicóptero”, dice Silvia. Esta versión era creíble porque, según relata, cuando era trasladada en esta aeronave del Ejército peruano, vio cómo los soldados arrojaban al vacío a los niños que lloraban mucho. “Cállense, cállense”, recuerda ella que les decía un soldado: “Y nos quedamos callados”.

Tras el reencuentro, Silvia volvió a usar su nombre verdadero. En 2010, recibió su certificado de acreditación del Registro Único de Víctimas del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, donde están inscritas más de 249.535 personas. Esto les permite ejercer sus derechos como beneficiarias del Plan Integral de Reparaciones. Silvia se apuntó como víctima de secuestro. Recibió del gobierno peruano un monto simbólico de 10.000 soles (cerca de 3.000 dólares), que usó para mejorar la vivienda alquilada donde vivía.

Silvia es madre soltera. Tiene cuatro hijos. No puede trabajar porque requiere ser operada nuevamente de la cadera, pero no tiene dinero para la cirugía; tampoco para que sus hijos estudien.

El huérfano que llegó a alcalde

A Elvin Ccaicuri un militar se lo llevó con el permiso de su familia cuando tenía 12 años y vivía en Chungui. José, su padre y vicepresidente del Comité de Defensa Civil de su comunidad, y su hermana, Filiberta, fueron asesinados por militares en 1985, según dijeron los testigos al Ministerio Público, que actualmente investiga estos crímenes y los de otras 40 personas.

Para evitar que tuviera el mismo destino, María Isabel Santi, su madre analfabeta, aceptó el ofrecimiento de un teniente del Ejército de llevar a su hijo a Ica, región ubicada a más de 600 kilómetros, y criarlo como a su familia.

Elvin recuerda que el teniente Félix Neri Aguilar Reyes ofreció cambiarle de nombre, pero él no quiso. Al poco tiempo, escapó de su casa en la ciudad iqueña de Palpa por los maltratos que recibía.

Se crió con unos familiares del militar, en la ciudad de Ica, y estudió en la universidad para ser ingeniero agrónomo. Una década después, en 1995, volvió a Chungui, donde se reencontró con su madre. Entre los años 2015 y 2018 fue alcalde de este distrito. Actualmente, tiene 51 años, vive en Ayacucho y trabaja como consultor en el sector de agroservicios.

En 2011, 26 años después de los asesinatos, Elvin recuperó los restos de su padre y su hermana cuando la Fiscalía ordenó la exhumación de una fosa común en la zona de Chuschihuaycco, en Chungui, donde hallaron los cadáveres de más de 40 personas, entre los cuales había niños, ancianos y mujeres embarazadas.

Por estos crímenes, el Ministerio Público recién está investigando a los presuntos responsables. Uno de los militares investigados es el general de brigada en retiro Said Amand Pinedo, conocido como ‘mayor Samuray’, quien estuvo asignado en Chungui entre enero y mayo de 1985. Otro investigado es el capitán en retiro Félix Aguilar, quien se llevó a Elvin. Amand no pudo ser localizado para obtener su versión de estos hechos, mientras que Aguilar fue contactado, pero no respondió a los mensajes que se le enviaron.

Desde el 2006, la Comisión de Derechos Humanos (Comisedh), una organización no gubernamental, ha presentado denuncias ante la Fiscalía por los crímenes que terroristas y militares cometieron en las comunidades de Chungui. Uno de los denunciados con el más alto rango es el entonces mayor del Ejército Pedro Baca Doig, jefe político militar en ese distrito durante el conflicto armado. Este cargo fue creado por el gobierno en 1983, cuando entregó a las Fuerzas Armadas el control de las zonas bajo estado de emergencia.

Al mando de Pedro Baca, agentes de las Fuerzas Armadas y policiales realizaron cinco operativos entre el 27 de enero y el 20 de mayo de 1984, que resultaron en decenas de muertes y violaciones a los derechos humanos, según figura en una de las denuncias penales presentadas por la Comisedh ante el Ministerio Público. Baca y otros militares son acusados del asesinato de, al menos, 114 ciudadanos de distintas comunidades de Chungui, cuyos restos se hallaban en 50 sitios de entierro.

“Lo que se denunció en ese entonces eran asesinatos o ejecuciones extrajudiciales y desaparición de personas. Pero no se consideró el secuestro o la desaparición de los niños. Se tenían registros, pero no fueron comprendidos”, explica Gustavo Campos, abogado de la Comisedh.

Han pasado 40 años de los crímenes en Chungui y 18 desde que la Comisión de Derechos Humanos presentó la primera denuncia penal contra los militares y terroristas. La investigación fiscal ha avanzado lentamente y ha tenido más retrasos y problemas desde 2020, cuando se desató la pandemia de la covid-19, según un informe elaborado por la Comisedh.

Hasta que falleció, en 2019, el general de brigada en retiro Pedro Baca negó las acusaciones de los sobrevivientes y los familiares de las víctimas fatales. Aseguraba que solo estuvo un mes a cargo de la base militar en Chungui, por lo que no pudo haber cometido esos delitos.

Sin embargo, su foja de servicios y las calificaciones que hicieron sus superiores jerárquicos sobre su “destacada labor”, incluida por la Comisedh en la denuncia penal, demostraron que estuvo en los operativos militares que resultaron en el asesinato de civiles, según señala esta organización.

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